Karen y Ale se fueron antes del almuerzo.
Me enfrasqué en un puchero, es decir, puse la carne
–ossobuco, pecho, pollo y patas de cerdo- en la olla a presión. Quedó bastante
apretada –mi olla a presión es mediana, no grande. Al rato la abrí porque me
había olvidado de poner verduras para darle gusto a la carne. Cebollines,
puerro, nabo, apio, perejil, laurel. Preparé las verduras y calenté agua. Las
puse en otra olla, a cocinarse. Primero zanahorias y choclo. Después papas,
boniatos y zapallos. Al final las verduras. La cocina, prolija, acomodé lo que no
estaba en su lugar, lavé lo que había ensuciado preparando todo. Escuché un
sonido a chorro fuerte, como a manguera de bomberos, como una ducha de club.
Era la olla, había empezado a escapar presión por el borde de la tapa, donde
está la goma, que –supongo-estaría mal colocada. Tuve que ir al fondo a cerrar
el pase de la garrafa de gas porque era imposible acercarse a la cocina, y
evitar a la vez que una lluvia de caldo te empapara. Esperé a que dejara de
escapar presión, miré con lástima y desazón las paredes chorreadas de grasa,
las gotas de caldo engrasado que caían del techo, igual que la lluvia suave
después de una tormenta. Sofí y Bastian, a salvo. Yo, a salvo. Mi entusiasmo,
por el piso.
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