Nos levantamos temprano, desayunamos y nos fuimos a la
playa. Salimos rumbo a Punta Negra. Desde que vimos el mar se notaba que estaba
muy revuelto, así que pasamos Punta Negra, la bahía, y en Punta Colorada
paramos frente a las rocas que miran al oeste. El agua, ahí, se veía
transparente. Nos bajamos, con sombrilla, sillas, etc. Me metí en el agua
–helada- y caminé haica adentro. Estaba lleno de aguavivas, una al lado de otra
flotaban dejándose llevar por la corriente, y los hilos venenosos flotaban y
seguían sus movimientos. Cuando el agua me llegó a la cintura me sumergí, con
un poco de pánico por las gelatinas traicioneras. Pese a todo, fue un baño
espectacular. Ese hielo recorriendo el cuerpo. Al rato llegó una familia que
vemos todos los años. Los padres más viejos, las nenas más grandes. Y el perro.
Un Labrador. Se metió en el agua y empezó a mordisquear las aguavivas, las
mordía y salía rascándose entre quejidos, se revolcaba en la arena, y volvía a
entrar, volvía a morderlas, a llorar, y así pasó un buen, buen rato. El agua
quedó revuelta, como si nunca hubiera estado clara. Al rato me bañé otra vez,
en un agua no tan fría pero revuelta y volvimos a la chacra.
Elsita nos convidó con tortas fritas, mmmmm… Nos
fuimos a dormir temprano, y sin cenar.
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